lunes, 14 de mayo de 2012

EL ARTE DEL PLACER


La nuestra es una sociedad con el pie constantemente sobre el acelerador, apretándolo cada vez más a menudo y cada vez más a fondo. Y hemos llegado a un punto en el que esta aceleración nos parece el estado normal de las personas y las cosas. Lo confirmé el otro día, casualmente, esperando en la farmacia: una simple espera de cinco minutos de reloj provocó múltiples gestos de impaciencia, dedos tamborileando sobre el mostrador, muchas caras de incredulidad y enojo, e incluso un par de abandonos.

Y yo me pregunto: ¿a dónde vamos tan deprisa? Vislumbro que, desafortunadamente, a ninguna parte: en ocasiones me imagino al hombre actual corriendo como un hámster en la rueda de su jaula, a tope y sin aliento, para acabar quedándose en el mismo sitio. Y, para colmo, con la vana ilusión de haber logrado algo sumamente importante, de haber dado la talla en alguna rocambolesca carrera hacia quién sabe dónde. En realidad, agotamos toda nuestra energía en esta alocada competición con destino incierto, sin disfrutar ni un ápice del trayecto. Y éste no es un trayecto cualquiera, éste es EL trayecto, único e irrepetible, y se trata de nuestra vida.

Desde muy pequeños, se nos educa en la creencia de que tenemos ciertos deberes con los que debemos cumplir: lo que en la tierna infancia se reduce a obedecer, comportarse y obtener buenas notas, con la edad se va ampliando y complicando con la universidad, el trabajo, la casa, la pareja y los hijos. Toda una retahíla de deberes, una sarta de obligaciones que nosotros, como niños buenos, nos tomamos muy en serio, y con las que a veces hasta logramos cumplir. Una pregunta me ronda incesante: ¿y dónde quedaron los placeres? Porque parece que la vida tiene que ver, no sólo con el sufrimiento, sino también con el disfrute. Sin embargo, te invito a que eches un vistazo a la gente por la calle, en el metro o haciendo cola en el súper, mira sus caras y verás que la palabra “placer” no parece formar parte de sus vidas. Mírate tú al espejo con atención, y quizás descubras que en la tuya tampoco.

¿Recuerdas cuándo fue la última vez que hiciste algo por el puro placer de hacerlo, sin esperar nada en concreto? Como cuando eras pequeño, y jugabas simplemente porque te gustaba jugar. Para nada en especial, sólo porque sí. Seguramente ni te acuerdas. O me dirás que no tienes tiempo, porque tienes muchas cosas por hacer; ahora vives una vida de adulto responsable, en la que todo lo que haces tiene un objetivo concreto, incluso hacer deporte o meditar. Todo está planificado y medido.

Todo esto estaría muy bien si no fuera porque, a veces, mientras entras datos en una hoja de cálculo, sentado en la oficina, te asalta la certeza de que lo que te apetecería hacer en ese momento es salir corriendo sin rumbo fijo, llenar tus pulmones de aire, cantar hasta quedar afónico, rodar por encima de la hierba fresca o de la cálida arena, bañarte desnudo en el mar o reír hasta que te dolieran todos los huesos y acabaras exhausto, pero inmensamente feliz. ¿Y qué te lo impide? ¿Que ya no tienes edad para eso? ¿Que ibas a dar una mala imagen?  ¿Que eso no es lo que se espera de ti? En realidad, esas “locuras” son las que a todos nos apetecería hacer; todo el mundo lo piensa, pero nadie lo dice, y menos aún lo hace, exactamente por los mismos motivos que tú.

Y así vivimos nuestras vidas, en pequeño, cumpliendo con todos los deberes y obviando casi todos los placeres, acumulando tristeza y frustración por no poder hacer nunca lo que realmente nos apetecería hacer, sufriendo por no poder recuperar ese niño que aún vive en nuestro interior. Sin pensar que, cuando lleguemos al final de este trayecto, durante ese último balance, nos gustará sentir que nuestra vida ha tenido sentido, y no sólo por lo que hemos hecho “bien”, sino por haber disfrutado de los pequeños placeres de la vida. Si ahora mismo no es eso lo que sientes, te invito a que reflexiones sobre las sabias palabras de Eduard Punset: en contra de lo que pueda parecer, hay vida antes de la muerte. Deja de ignorarlo, y lánzate.