miércoles, 1 de agosto de 2012

HUMILDAD, ¿DIVINO TESORO?


En nuestra cultura, la humildad, entendida como la antítesis de la vanidad, ha sido siempre un rasgo deseable en las personas, y, su falta, un motivo de crítica más que justificado. Según la RAE, se trata de una virtud: la que consiste en conocer las propias limitaciones y debilidades, y, una vez conocidas, obrar de acuerdo a ellas. Casi suena como un primer paso en el camino del autoconocimiento, si no fuera porque es un inicio sesgado, puesto que se centra sólo en lo que me falta o me limita, y no considera lo que ya tengo o me ayuda a avanzar.  Además, da por sentado que lo que me limita o hace débil es algo rígido e inevitable, prescindiendo del hecho de que todos podemos, si queremos, superar tales obstáculos por la vía de los nuevos aprendizajes.

Según apuntan Christophe André y François Lelord en su libro “La autoestima”, se trata de una virtud religiosa, y nos remiten, para comprenderla, a los doce peldaños de la humildad según San Benito, que no tienen el menor desperdicio: por citar algunos de ellos, “no amar la propia voluntad y no complacerse en el cumplimiento de los propios deseos”, “no basta con decir que se es inferior a todos y el más miserable, sino que también hay que creérselo desde el fondo del corazón”, o el definitivo “no ser propenso ni estar dispuesto a la risa”. Según André y Lelord, estas reglas estaban destinadas a la vida en el seno de una comunidad religiosa, pero han acabado por impactar en la concepción occidental de la autoestima. Y si crees que, por ser una virtud religiosa, no va contigo, seguro que sí conoces bien a su prima laica: la modestia.

Tanto si hablamos de humildad como si hablamos de modestia,  en cualquier caso nos estamos refiriendo a la falta de engreimiento o vanidad; es decir, que lo “correcto” es creerse inferior a todos, y lo “incorrecto” es sentirse superior a los demás. Y, además, parece ser que sólo podemos situarnos en un extremo o en el otro: o somos humildes, o somos vanidosos, blanco o negro, todo o nada. Y, para colmo de males, resulta que, en el mundo de la empresa, a los humildes o discretos se les cuelga a menudo la etiqueta de “perfil bajo”, que, depende para quién, puede significar el fin de muchas aspiraciones. Qué difícil acertar la estrategia, y, al mismo tiempo, sentirse bien con uno mismo…

Desde mi punto de vista, y basándome tanto en mi experiencia personal como en mi experiencia como coach, este pensamiento dicotómico humildad-vanidad resulta una fuente clara de infelicidad para las personas; cada uno lucha por conseguir sus propias metas, esforzándose, arriesgándose, superándose, perdiendo algunas cosas por el camino, y, cuando por fin lo consigue, no se siente con fuerzas para observar sus logros con satisfacción porque cree que está siendo vanidoso, y eso no está bien. Confundimos la necesidad de la autoestima con el pecado de la soberbia, ignorando que no es lo mismo valorarse en la justa medida que envanecerse, y obviando que el hecho de no honrar el fruto de tu esfuerzo se acerca peligrosamente a la ingratitud, que, hasta donde yo sé, es otro pecado;  vale la pena tenerlo muy claro para poder vivir en paz con uno mismo y con los demás.

¿Sabes lo qué ocurriría si, en lugar de vivir angustiado por el qué dirán, por no sobresalir, por no molestar,  por no ofender, vivieras sintiéndote a gusto en tu propia piel, respetándote y respetando a los demás, aprendiendo cada día, trabajando por lo que quieres y honrando lo que consigues? Pues que tendrías justamente la vida que deseas tener, ésa que vale la pena vivir. Y ya me dirás si no te apetece.