¿Te acuerdas cuando eras pequeño y sufrías las “injusticias” cometidas por tu padre o
por tu madre? Es casi seguro que, si
formas parte de una familia sin patologías, ellos lo hicieran con una intención
positiva, pero tú lo vivías con sufrimiento; de manera que te prometiste a ti mismo que, cuando tuvieras tus propios hijos, eso no
lo ibas a repetir. Por otro lado, había otras cosas que sí apreciabas de
tus progenitores, una especie de lista blanca,
que probablemente sea más breve que la primera, pero que también juega
un papel importante, y que estás más que dispuesto a aplicar en la relación con
tus hijos.
Y, ahora, llegado el momento en que ya existe esa
personita que es sangre de tu sangre, una vez definido claramente lo que está
bien y lo que no, lo que hay que hacer y lo que no, puede ser que el rol de padre o madre te resulte más complicado de lo
que habías pensado: cada día es una lucha de fuerzas titánica, la
responsabilidad te pesa demasiado, e incluso a ratos te planteas si tú sirves
realmente para esto. Como se suele decir, cuando creías tener todas las
respuestas, viene la vida y te cambia todas las preguntas. Ante tal falta de confianza en ti mismo y en lo que
puedes hacer, cualquier pequeña decisión se torna un suplicio: haces una
reprimenda, y al segundo siguiente ya te estás arrepintiendo de haberla hecho;
o le dejas jugar un rato antes de hacer los deberes, e inmediatamente después
te preguntas si no debieras haberte negado. Y cuando ves que no aguanta ni
cinco minutos dibujando, te invade la sospecha de que lo estás educando mal, y te
acabas atribuyendo la culpa de que sea tan inquieto. En definitiva, no confías
en ti, y eso sólo te puede llevar a hacer las cosas peor, cosa que
retroalimenta la visión negativa que tienes de ti mismo y de lo que haces. Y lo que en principio debía ser una gran
experiencia a disfrutar, se convierte más bien en un sufrimiento continuo.
¿De dónde viene, entonces, esa sensación de no hacer
nada bien en lo que se refiere a los hijos? Probablemente, de haber creado unas
expectativas demasiado elevadas y de
autoexigirse en extremo: aspiras a
no cometer ningún error porque tus hijos
deben ser “perfectos”. Deben ser los más inteligentes, los más educados,
los más dotados para el deporte, los más obedientes, los más cariñosos,… Como
si todo eso fuera únicamente responsabilidad tuya. Además, no podemos perder de
vista que estamos juzgando todo un proceso de educación en base solamente a una
serie de resultados muy precisos, con lo cual el resultado final acaba por canibalizar todo el proceso en sí,
todo el esfuerzo realizado, toda la energía invertida y todo el amor ofrecido.
¿Quién puede decir con seguridad lo que es un hijo
perfecto? Como ocurre con el ideal de perfección en general, y con todo en
realidad, cada uno tendrá una opinión diferente, y seguramente no nos
pondríamos de acuerdo. Y, aunque lo lográramos, ¿qué prefieres que sea tu hijo, perfecto o feliz? Porque no nos
vamos a engañar: tú sufres porque no has logrado que él sea la perfección a la
que aspirabas, y él sufre porque cree que, para que le quieras, tiene que comportarse
como alguien que realmente no es. Así no es de extrañar que muchos hogares se
conviertan en verdaderos campos de
batalla en los que resulta imposible tener un minuto de paz, y en fuentes
habituales de estrés, frustración y
decepción.
¿Y si resultara que, además de una serie de
obligaciones, ser padre o madre fuera otra cosa, otra cosa mucho más agradable?
Como, por ejemplo, aceptar y querer a tu
hijo tal como es y tal como viene, proporcionarle un lugar seguro en el que
crecer y aprender todo aquello que
le va a hacer falta para ir por la vida, darle
todo el amor necesario para que se desarrolle como una persona completa y
feliz, y disfrutar de los momentos
agradables que compartís. Siendo tú
el ejemplo que quieres que siga, no como modelo perfecto, sino como persona humana que eres, con
virtudes y defectos; una persona que, aunque a veces no lo consiga, siempre se esfuerza por lo que quiere, y cuyo
esfuerzo tiene un valor enorme. Una persona que quizás no es perfecta, pero es
que, ¿quién te ha pedido que lo seas?