sábado, 29 de diciembre de 2012

2013: 365 DÍAS POR VIVIR


Quedan muy pocos días para acabar este año, y me gustaría preguntarte una cosa: ¿has decidido ya qué 2013 quieres tener? Quizás te sorprenda la pregunta porque estás acostumbrado a pensar que las cosas son como son, independientemente de lo que tú quieras. Pues bien, te invito  a tomar otro punto de vista: como decía Anaïs Nin, las cosas no son como son, sino que son como somos.

Puede ser que lo que acabo de plantear te parezca una tontería, o incluso una frivolidad en los tiempos que corren. Si es ésa tu opinión, me gustaría que pensaras por un momento en tus abuelos y en tus padres; es más que probable que les tocara vivir la guerra civil, y también la terrible postguerra.  Tiempos extremadamente duros de muerte, hambre, penuria y miedo. ¿Te puedes llegar a imaginar cómo se siente alguien en tal situación? Y, sin embargo, se levantaban cada día, seguían con su existencia, e incluso decidían dar vida a unos hijos y se permitían soñar con un futuro mejor, gracias a lo cual tú estás aquí hoy. Como escribió Sartre, seguro que hubo tiempos más bellos, pero ése era el suyo, y no estaban dispuestos a perderlo. Ésa es la actitud de los que, a pesar de lo que ocurra, están más que dispuestos a seguir adelante,  y a disfrutar de lo bueno que surja. Lo que te quiero decir es que tú vienes de una casta de valientes, y que no debes permitir que nada ni nadie te arrebate la libertad de elegir tu actitud ante las cosas que va trayendo la vida.

Los habrá que, aun tras esta reflexión, sigan eligiendo pensar que ser pesimista es, en realidad, ser realista, y que ser un “happy flower” (como a veces se denomina a los optimistas) es poco menos que ser un inconsciente sin criterio. Desde un punto estrictamente estadístico, la probabilidad de que las cosas salgan “bien” es exactamente la misma de que las cosas salgan “mal”, por lo que podríamos considerar que tan errado va un optimista inconsciente como un pesimista recalcitrante, es decir, que ambos extremos son poco realistas. Además, representaría un arduo trabajo ponernos todos de acuerdo sobre qué significa exactamente que las cosas salgan bien”: un día de lluvia en pleno Agosto puede ser un gran inconveniente para alguien que veranea en la playa, y sin embargo puede ser una bendición para alguien que espera una buena cosecha en otoño. 

Porque, seamos serios, ¿qué beneficio se obtiene de ser pesimista? Por lo que deduzco, una persona escoge el pesimismo básicamente porque debe evitar a toda costa ser un “inocente” que cree que las cosas pueden ir bien, cuando toda persona “realista” sabe que las cosas tienen una extraña tendencia a ir mal, como ya señalaba el incansable Murphy, y también nuestro tradicional refranero: piensa mal y acertarás. Es decir, que ser pesimista sirve para no sentirse decepcionado, en caso de que vengan mal dadas, y para poder decir aquella frase que tanto nos gusta: “ya te lo decía yo”. Es un lícito mecanismo de defensa ante la falta de confianza en los propios recursos. Pero, hasta que lleguen esas terribles tragedias que nos han de asolar, ¿qué ocurre? Pues que nos amargamos la vida, y que tomamos todas nuestras decisiones basándonos en la previsión de escasez y en el miedo, limitándonos constantemente. Por lo que no es de extrañar que Eduard Biosca, en su libro “Optimismo global”, se permita la libertad de cambiar el refrán de una manera, diría yo, muy acertada: piensa mal y te amargarás. Y ahí tenemos la profecía autocumplida: para evitar la ansiedad y el estrés que me provocaría todo lo terrible que podría llegar, utilizo un mecanismo de defensa que me genera, justamente, ansiedad y estrés. Si tuviéramos más sentido del humor, podríamos encontrarlo hasta gracioso.

Visto que las cosas son como somos, y que tu actitud es la que marca el signo de tu vida, ¿qué tal si para el 2013 eliges una actitud diferente, una actitud de confianza ante ti mismo y tus propios recursos? Somos conscientes de que, seguramente, hubo tiempos más bellos, pero éste es el nuestro, y hemos aprendido de nuestros ancestros que no podemos desperdiciarlo. Ocurra lo que ocurra, tú vas a saber hacer lo que tengas que hacer para superarlo. Y, cuando lleguen momentos de flaqueza, que los habrá, recuerda las sabias palabras de Amin Maalouf: más vale equivocarse en la esperanza que acertar en la desesperación



viernes, 30 de noviembre de 2012

EDUCANDO AUTÓMATAS


La niñez es lo más sagrado que hay: nacemos pequeños, inocentes, inquietos, y durante nuestros primeros años de vida lo observamos todo con curiosidad y asombro, experimentamos, creamos, inventamos y, jugando, aprendemos todo aquello que va a conformar al futuro adulto que subyace en nosotros. Aprendemos porque obtenemos placer en ello, y, aún más, porque para el ser humano no es posible no aprender.

Hasta que, el día que menos te lo esperas, te llevan a un lugar llamado “escuela”.  Ahí empieza tu proceso de “educación”. ¿Qué significa educar? Muchos autores han emitido su opinión al respecto, yo me quedo con la de Pitágoras: “Educar no es dar carrera para vivir, sino templar el alma para las dificultades de la vida”. Una lástima que nuestro actual sistema de educación occidental, heredero directo de la tradición prusiana de finales del siglo XVIII, y adaptado a las necesidades de la revolución industrial, haga oídos sordos a las palabras de Pitágoras.

Todos nos hemos visto obligados a pasar por ese sistema, y sabemos bien cómo funciona: reunimos en un aula a un cierto número de personas de la misma corta edad (aunque de muy diferentes orígenes, intereses e inquietudes), y nos dedicamos a “adiestrarlas”, como dice el doctor Carlos Wernicke. Se trata, sobre todo, de que aprendan a permanecer sentadas, quietas y en silencio, que aprendan a callar y a obedecer. Posteriormente, les vamos introduciendo un temario único, obligatorio, y decidido por nuestros gobernantes, que no sabemos si les interesa o no, pero da igual, porque lo “tienen que” aprender. Y, para asegurarnos de que lo aprendan, les aplicamos un sistema de evaluación denominado “exámenes”, que nos acaba por relacionar a cada persona con un número (o una letra, o una carita alegre o una carita triste), en función del cual decidimos si esa persona es válida o no para la universidad, para el mercado laboral, para el mundo. Y, a los considerados como “no válidos”, por si no hubiera suficiente desgracia con haber logrado tal etiqueta, les vamos a colgar unas cuantas más, como “inadaptado”, “rebelde”, “gamberro”, “vago” o “problemático”.

En resumen, que, en aras de la supuesta educación, lo que hacemos es no escuchar a los niños, no tener en cuenta ni sus inquietudes, ni sus opiniones, ni sus emociones, convertirlos en personas dóciles de fácil manejo, matando aquello que los hace únicos e insustituibles, tratarlos como autómatas, sin amor y desde la obligación, y aún nos molesta que se aburran y se sientan desmotivados. Conviene no olvidar que esos niños se convertirán algún día en adultos, como bien escribía Krishnamurti:  “La verdadera educación debe ayudar al alumno a descubrir cuáles son sus auténticos intereses. Si el niño no descubre su verdadera vocación, su vida entera le parecerá un fracaso; se sentirá frustrado haciendo lo que no quiere hacer. Si quiere ser artista y, en vez de eso, acaba trabajando de escribiente en una oficina, se pasará la vida quejándose y padeciendo. Así pues, es muy importante que cada uno averigüe lo que quiere hacer, y que luego vea si vale la pena hacerlo”. Es decir, que el prototipo de adulto desmotivado, que ha perdido la pasión por la vida, que se siente resentido y perdido,  no surge de la nada. Es el fruto de lo que sembramos en su infancia. Como dijo Isabel Allende, en muchos casos, la infancia feliz es un mito.

¿Y cabe buscar culpables? Como casi siempre en la vida, no hay culpables, sólo responsables. Y no me estoy refiriendo sólo a padres o educadores, que, al final,  son hijos del mismo sistema, y que hacen lo que buenamente pueden. En realidad, todos somos responsables de que la educación siga siendo como es, todos excepto los niños. Y lo que tiene de excelente aceptar la propia responsabilidad es que pone también en nuestras manos la capacidad de cambiar las cosas: sin ser ingenuos, seguro que podemos diseñar un nuevo sistema educativo que sí escuche, que sí atienda, que sí valore la diferencia, que sí respete el ser; todo es cuestión de voluntad. Aunque seguramente no será tan cómodo como el actual, sí que supondrá tratar a los niños desde el amor y el compromiso, y eso será garantía de unos futuros adultos con calidad de vida y dispuestos a aportar mejoras a la comunidad. Tal y como dijo Bob Talbert, enseñar a los niños a contar es bueno, pero enseñarles lo que realmente cuenta es mejor. ¿Te apuntas a esta revolución?

¿Crees que es una utopía? http://youtu.be/9iyI9GFfFWU  
Ya se está haciendo: http://www.educacionprohibida.com/


lunes, 29 de octubre de 2012

PADRES PERFECTOS, HIJOS PERFECTOS


¿Te acuerdas cuando eras pequeño y sufrías las “injusticias” cometidas por tu padre o por tu madre? Es casi seguro que, si formas parte de una familia sin patologías, ellos lo hicieran con una intención positiva, pero tú lo vivías con sufrimiento; de manera que te prometiste a ti mismo que, cuando tuvieras tus propios hijos, eso no lo ibas a repetir. Por otro lado, había otras cosas que sí apreciabas de tus progenitores, una especie de lista blanca,  que probablemente sea más breve que la primera, pero que también juega un papel importante, y que estás más que dispuesto a aplicar en la relación con tus hijos.

Y, ahora, llegado el momento en que ya existe esa personita que es sangre de tu sangre, una vez definido claramente lo que está bien y lo que no, lo que hay que hacer y lo que no, puede ser que el rol de padre o madre te resulte más complicado de lo que habías pensado: cada día es una lucha de fuerzas titánica, la responsabilidad te pesa demasiado, e incluso a ratos te planteas si tú sirves realmente para esto. Como se suele decir, cuando creías tener todas las respuestas, viene la vida y te cambia todas las preguntas. Ante tal falta de confianza en ti mismo y en lo que puedes hacer, cualquier pequeña decisión se torna un suplicio: haces una reprimenda, y al segundo siguiente ya te estás arrepintiendo de haberla hecho; o le dejas jugar un rato antes de hacer los deberes, e inmediatamente después te preguntas si no debieras haberte negado. Y cuando ves que no aguanta ni cinco minutos dibujando, te invade la sospecha de que lo estás educando mal, y te acabas atribuyendo la culpa de que sea tan inquieto. En definitiva, no confías en ti, y eso sólo te puede llevar a hacer las cosas peor, cosa que retroalimenta la visión negativa que tienes de ti mismo y de lo que haces. Y lo que en principio debía ser una gran experiencia a disfrutar, se convierte más bien en un sufrimiento continuo.

¿De dónde viene, entonces, esa sensación de no hacer nada bien en lo que se refiere a los hijos? Probablemente, de haber creado unas expectativas demasiado elevadas y de autoexigirse en extremo: aspiras a no cometer ningún error porque tus hijos deben ser “perfectos”. Deben ser los más inteligentes, los más educados, los más dotados para el deporte, los más obedientes, los más cariñosos,… Como si todo eso fuera únicamente responsabilidad tuya. Además, no podemos perder de vista que estamos juzgando todo un proceso de educación en base solamente a una serie de resultados muy precisos, con lo cual el resultado final acaba por canibalizar todo el proceso en sí, todo el esfuerzo realizado, toda la energía invertida y todo el amor ofrecido.

¿Quién puede decir con seguridad lo que es un hijo perfecto? Como ocurre con el ideal de perfección en general, y con todo en realidad, cada uno tendrá una opinión diferente, y seguramente no nos pondríamos de acuerdo. Y, aunque lo lográramos, ¿qué prefieres que sea tu hijo, perfecto o feliz? Porque no nos vamos a engañar: tú sufres porque no has logrado que él sea la perfección a la que aspirabas, y él sufre porque cree que, para que le quieras, tiene que comportarse como alguien que realmente no es. Así no es de extrañar que muchos hogares se conviertan en verdaderos campos de batalla en los que resulta imposible tener un minuto de paz, y en fuentes habituales de estrés, frustración y decepción.

¿Y si resultara que, además de una serie de obligaciones, ser padre o madre fuera otra cosa, otra cosa mucho más agradable? Como, por ejemplo, aceptar y querer a tu hijo tal como es y tal como viene, proporcionarle un lugar seguro en el que crecer y aprender todo aquello que le va a hacer falta para ir por la vida, darle todo el amor necesario para que se desarrolle como una persona completa y feliz, y disfrutar de los momentos agradables que compartís. Siendo tú el ejemplo que quieres que siga, no como modelo perfecto, sino como persona humana que eres, con virtudes y defectos; una persona que, aunque a veces no lo consiga, siempre se esfuerza por lo que quiere, y cuyo esfuerzo tiene un valor enorme. Una persona que quizás no es perfecta, pero es que, ¿quién te ha pedido que lo seas?


lunes, 17 de septiembre de 2012

YO SOY... NORMAL



“Mi marido me pega lo normal”: puede parecer un chiste, pero en realidad se trata de un estremecedor libro de Miguel Lorente sobre los malos tratos que sufren todavía hoy, por desgracia, tantas mujeres. Hoy no voy a hablar sobre los malos tratos, pero lo cierto es que cada vez que me da por reflexionar sobre lo que es o no “normal”, me viene a la mente este título. Si lo piensas bien, te darás cuenta de que vives tu vida considerando que todo lo que haces, lo que te ocurre, lo que piensas o lo que sientes es “lo normal”; hasta que, de repente, algún día te enfrentas a algo o alguien que se encuentra en las antípodas de esa normalidad. Si resulta que, por algún motivo, ese algo o alguien te ofende o te irrita, puede que no tardes ni un segundo en colgarle la etiqueta de “anormal”; puede incluso que te dediques a acumular supuestas “pruebas” de que el que tiene razón eres tú, y que la postura “normal” es la tuya.

Lo hacemos constantemente, en todo momento y lugar; ¿quién no se ha dicho alguna vez a sí mismo “esto no es normal”? Y nos quedamos tan tranquilos, básicamente porque nos sabemos poseedores de LA VERDAD, así, en mayúsculas. Ni por un momento se nos ocurre pensar que, para el otro, ésa es su normalidad. Ni se nos pasa por la cabeza que puedan existir diversas “normalidades”, o, como se denomina en términos de PNL (Programación Neuro-Lingüística), diversos mapas o maneras de entender el mundo. Estamos seguros de que “lo normal” es único, y, casualmente, “lo normal” es lo que cuadra con nuestro mapa.

¿A dónde nos puede llevar esta simplificación extrema de la realidad? Nos aboca, desde mi punto de vista, al menosprecio, a la violencia, a la discriminación, a la recriminación, en resumen, a la falta de respeto hacia otras realidades distintas a la nuestra. Esto, a nivel particular, suele provocar tensiones en las relaciones con los demás, discusiones, ataques y rupturas. Y, a nivel más global, puede provocar, en el peor de los casos, guerras.

La solución, simple de enunciar y no tan simple de aplicar, pasa por ampliar nuestro mapa; por “dar permiso” a  los demás para existir tal y como son, por considerarlos legítimos aunque no compartamos sus puntos de vista.  Decía Miguel de Unamuno que el fascismo se cura leyendo y el racismo se cura viajando; en cualquier caso, la clave para la cura radica en dejar de comportarnos como jueces supremos. Porque, en realidad, ¿quién te ha dicho a ti que tu mapa es el correcto? ¿Dónde está escrito? Lo cierto es que no está escrito en ninguna parte, esa supuesta ley sólo está viva en tu cabeza. Y te convierte en una persona inflexible, probablemente en una compañía poco deseada, y, sin duda alguna, en un alma que sufre con cada piedra del camino.

¿Es eso lo que quieres para tu vida? Aunque algunas corrientes de pensamiento consideran que a esta vida hemos venido a sufrir, yo opino que la vida es demasiado bella y breve como para malgastarla de esa manera. Y me atrevo a proponerte que simplifiques tu vida: si quieres que te respeten, respeta; si quieres que te comprendan, comprende; si quieres que te abracen, abraza. Es así de simple; porque, en el fondo, las cosas son simples si no nos empeñamos en complicarlas. Como decía Jonathan Swift, ojalá vivas todos los días de tu vida.

miércoles, 1 de agosto de 2012

HUMILDAD, ¿DIVINO TESORO?


En nuestra cultura, la humildad, entendida como la antítesis de la vanidad, ha sido siempre un rasgo deseable en las personas, y, su falta, un motivo de crítica más que justificado. Según la RAE, se trata de una virtud: la que consiste en conocer las propias limitaciones y debilidades, y, una vez conocidas, obrar de acuerdo a ellas. Casi suena como un primer paso en el camino del autoconocimiento, si no fuera porque es un inicio sesgado, puesto que se centra sólo en lo que me falta o me limita, y no considera lo que ya tengo o me ayuda a avanzar.  Además, da por sentado que lo que me limita o hace débil es algo rígido e inevitable, prescindiendo del hecho de que todos podemos, si queremos, superar tales obstáculos por la vía de los nuevos aprendizajes.

Según apuntan Christophe André y François Lelord en su libro “La autoestima”, se trata de una virtud religiosa, y nos remiten, para comprenderla, a los doce peldaños de la humildad según San Benito, que no tienen el menor desperdicio: por citar algunos de ellos, “no amar la propia voluntad y no complacerse en el cumplimiento de los propios deseos”, “no basta con decir que se es inferior a todos y el más miserable, sino que también hay que creérselo desde el fondo del corazón”, o el definitivo “no ser propenso ni estar dispuesto a la risa”. Según André y Lelord, estas reglas estaban destinadas a la vida en el seno de una comunidad religiosa, pero han acabado por impactar en la concepción occidental de la autoestima. Y si crees que, por ser una virtud religiosa, no va contigo, seguro que sí conoces bien a su prima laica: la modestia.

Tanto si hablamos de humildad como si hablamos de modestia,  en cualquier caso nos estamos refiriendo a la falta de engreimiento o vanidad; es decir, que lo “correcto” es creerse inferior a todos, y lo “incorrecto” es sentirse superior a los demás. Y, además, parece ser que sólo podemos situarnos en un extremo o en el otro: o somos humildes, o somos vanidosos, blanco o negro, todo o nada. Y, para colmo de males, resulta que, en el mundo de la empresa, a los humildes o discretos se les cuelga a menudo la etiqueta de “perfil bajo”, que, depende para quién, puede significar el fin de muchas aspiraciones. Qué difícil acertar la estrategia, y, al mismo tiempo, sentirse bien con uno mismo…

Desde mi punto de vista, y basándome tanto en mi experiencia personal como en mi experiencia como coach, este pensamiento dicotómico humildad-vanidad resulta una fuente clara de infelicidad para las personas; cada uno lucha por conseguir sus propias metas, esforzándose, arriesgándose, superándose, perdiendo algunas cosas por el camino, y, cuando por fin lo consigue, no se siente con fuerzas para observar sus logros con satisfacción porque cree que está siendo vanidoso, y eso no está bien. Confundimos la necesidad de la autoestima con el pecado de la soberbia, ignorando que no es lo mismo valorarse en la justa medida que envanecerse, y obviando que el hecho de no honrar el fruto de tu esfuerzo se acerca peligrosamente a la ingratitud, que, hasta donde yo sé, es otro pecado;  vale la pena tenerlo muy claro para poder vivir en paz con uno mismo y con los demás.

¿Sabes lo qué ocurriría si, en lugar de vivir angustiado por el qué dirán, por no sobresalir, por no molestar,  por no ofender, vivieras sintiéndote a gusto en tu propia piel, respetándote y respetando a los demás, aprendiendo cada día, trabajando por lo que quieres y honrando lo que consigues? Pues que tendrías justamente la vida que deseas tener, ésa que vale la pena vivir. Y ya me dirás si no te apetece.


lunes, 14 de mayo de 2012

EL ARTE DEL PLACER


La nuestra es una sociedad con el pie constantemente sobre el acelerador, apretándolo cada vez más a menudo y cada vez más a fondo. Y hemos llegado a un punto en el que esta aceleración nos parece el estado normal de las personas y las cosas. Lo confirmé el otro día, casualmente, esperando en la farmacia: una simple espera de cinco minutos de reloj provocó múltiples gestos de impaciencia, dedos tamborileando sobre el mostrador, muchas caras de incredulidad y enojo, e incluso un par de abandonos.

Y yo me pregunto: ¿a dónde vamos tan deprisa? Vislumbro que, desafortunadamente, a ninguna parte: en ocasiones me imagino al hombre actual corriendo como un hámster en la rueda de su jaula, a tope y sin aliento, para acabar quedándose en el mismo sitio. Y, para colmo, con la vana ilusión de haber logrado algo sumamente importante, de haber dado la talla en alguna rocambolesca carrera hacia quién sabe dónde. En realidad, agotamos toda nuestra energía en esta alocada competición con destino incierto, sin disfrutar ni un ápice del trayecto. Y éste no es un trayecto cualquiera, éste es EL trayecto, único e irrepetible, y se trata de nuestra vida.

Desde muy pequeños, se nos educa en la creencia de que tenemos ciertos deberes con los que debemos cumplir: lo que en la tierna infancia se reduce a obedecer, comportarse y obtener buenas notas, con la edad se va ampliando y complicando con la universidad, el trabajo, la casa, la pareja y los hijos. Toda una retahíla de deberes, una sarta de obligaciones que nosotros, como niños buenos, nos tomamos muy en serio, y con las que a veces hasta logramos cumplir. Una pregunta me ronda incesante: ¿y dónde quedaron los placeres? Porque parece que la vida tiene que ver, no sólo con el sufrimiento, sino también con el disfrute. Sin embargo, te invito a que eches un vistazo a la gente por la calle, en el metro o haciendo cola en el súper, mira sus caras y verás que la palabra “placer” no parece formar parte de sus vidas. Mírate tú al espejo con atención, y quizás descubras que en la tuya tampoco.

¿Recuerdas cuándo fue la última vez que hiciste algo por el puro placer de hacerlo, sin esperar nada en concreto? Como cuando eras pequeño, y jugabas simplemente porque te gustaba jugar. Para nada en especial, sólo porque sí. Seguramente ni te acuerdas. O me dirás que no tienes tiempo, porque tienes muchas cosas por hacer; ahora vives una vida de adulto responsable, en la que todo lo que haces tiene un objetivo concreto, incluso hacer deporte o meditar. Todo está planificado y medido.

Todo esto estaría muy bien si no fuera porque, a veces, mientras entras datos en una hoja de cálculo, sentado en la oficina, te asalta la certeza de que lo que te apetecería hacer en ese momento es salir corriendo sin rumbo fijo, llenar tus pulmones de aire, cantar hasta quedar afónico, rodar por encima de la hierba fresca o de la cálida arena, bañarte desnudo en el mar o reír hasta que te dolieran todos los huesos y acabaras exhausto, pero inmensamente feliz. ¿Y qué te lo impide? ¿Que ya no tienes edad para eso? ¿Que ibas a dar una mala imagen?  ¿Que eso no es lo que se espera de ti? En realidad, esas “locuras” son las que a todos nos apetecería hacer; todo el mundo lo piensa, pero nadie lo dice, y menos aún lo hace, exactamente por los mismos motivos que tú.

Y así vivimos nuestras vidas, en pequeño, cumpliendo con todos los deberes y obviando casi todos los placeres, acumulando tristeza y frustración por no poder hacer nunca lo que realmente nos apetecería hacer, sufriendo por no poder recuperar ese niño que aún vive en nuestro interior. Sin pensar que, cuando lleguemos al final de este trayecto, durante ese último balance, nos gustará sentir que nuestra vida ha tenido sentido, y no sólo por lo que hemos hecho “bien”, sino por haber disfrutado de los pequeños placeres de la vida. Si ahora mismo no es eso lo que sientes, te invito a que reflexiones sobre las sabias palabras de Eduard Punset: en contra de lo que pueda parecer, hay vida antes de la muerte. Deja de ignorarlo, y lánzate.

jueves, 22 de marzo de 2012

PRECIOSA JAULA DE ORO


Atrapado en una vida que no es la que quieres. ¿Alguna vez te has sentido así? Con la sensación en el alma de haberte bajado en la estación de tren equivocada, en una que es oscura y está desierta, te preguntas: ¿cómo he llegado yo a parar aquí?

Y cuando, en algún momento de descuido, te da por reflexionar, descubres, con estupor, que de hecho cada una de tus decisiones te ha ido acercando lenta e inexorablemente a ese lugar, que has acabado, como el protagonista de “Crónica de una muerte anunciada”, caminando voluntariamente hacia ese destino. ¿Cómo es posible? Quizás eligieras una carrera sólo por el hecho de que tenía mucha salida, o porque era la que esperaban tus padres; puede ser que llegaras a trabajar en cierta empresa únicamente porque tenía una gran proyección, o porque fue la primera que te ofreció un empleo; incluso es posible que escogieras a tu pareja porque era la persona que más te convenía, o que hayas tenido a tus hijos porque todo el mundo te decía que era el momento adecuado. Todo en pos de la vida perfecta, la trayectoria vital correcta, la que despierte mayor admiración en los demás; y, sin embargo, tú te sientes confinado en una preciosa jaula de oro.

Es posible que creas que tú has elegido todo eso, pero resulta cuando menos extraño que hayas escogido de corazón toda una trayectoria que te resulta ajena. Quizás lo que tú querías de verdad era estudiar arte, historia o teatro, o querías aprender a modelar el barro o la madera con tus manos. Puede ser que, en el fondo, lo que te apeteciera fuera viajar a otros países, o trabajar en proyectos sin mucho lucro pero con cuyos valores te identificabas. Incluso es posible que el cuerpo te pidiera relaciones libres con otras personas, que te permitieran no comprometer tu libertad personal. O que fueras una de esas personas que decide que, por los motivos que sean, prefiere no reproducirse, o que prefiere adoptar.  Puede que sí, pero finalmente decidiste no escuchar, y simplemente te dejaste llevar; te convertiste en títere de tu propia vida.

La crudeza de esta visión resulta difícil de aceptar, y por eso preferimos vestirnos de irresponsabilidad, taparnos los ojos y fingir que, en realidad, no teníamos elección: hubiera decepcionado a mis padres, qué iba a pensar la gente de mí, tenía que ganarme la vida, era lo que debía hacer. Probablemente haya tantas excusas como personas.

¿Piensas seguir tolerando que todo el mundo escriba tu historia menos tú?  ¿Hasta cuándo vas a estar viviendo una vida de la cual no te sientes orgulloso? Tú mereces vivir la vida que quieres para ti. Acaso pienses que es tarde, pero, en realidad, mientras estás vivo estás a tiempo de elegir. No será simple, no será de un día para otro, habrá que dejar pasar ciertas cosas para poder dar la bienvenida a otras, habrá que despedirse de algunas personas para poder recibir con los brazos abiertos a otras, la responsabilidad pesa y a veces no serás el más popular. Pero la recompensa es tan simple como grandiosa: cuando te despiertes por la mañana, te darás cuenta de que tu vida sí tiene sentido, y de que vivir es un delicioso regalo.

miércoles, 15 de febrero de 2012

BAJO LA MÁSCARA

Quizás tú eres uno de los muchos aquejados de indigestión, hay que estar atento para no confundir los síntomas: una pesadez pétrea en el estómago y en el alma, una tenue pero persistente niebla en la cabeza, una sensación entre la rabia y la frustración, ganas nulas de volver a ingerir el elemento fatídico que te ha provocado ese terrible malestar, y, para rematar, la duda de si no tendrás que volver a comerlo más adelante por obligación.  ¿De qué estoy hablando? Estoy hablando de cada uno de los “no” que te has ido tragando, cual sapos venenosos, durante toda tu vida.

A ver si te resulta familiar: fuiste a ver aquella película cuyo solo título te provoca urticaria, has pasado tu tiempo libre en aquel lugar al que no te apetecía nada ir, te has ido de cena con aquella gente cuya compañía no deseabas, has vuelto a aceptar que te traten como juraste que nunca volverías a permitir. Tragando un “no” tras otro, has llegado al límite de la indigestión; es decir, te has puesto enfermo. Es el momento de hacer una pausa y reflexionar.

¿Por qué nos resulta tan difícil decir que no? Se trata de un motivo tan simple como fundamental: deseamos que nos quieran, que nos acepten, en realidad lo necesitamos. Este anhelo, que nos acompaña desde nuestro primer minuto de vida, nos conduce a veces por caminos de autodestrucción, siempre que intentamos lograrlo aun a riesgo de nuestra propia integridad física y espiritual. Porque, como bien dice Leonardo Wolk, quien traga sapos puede acabar vomitando dragones: intentar mantener una imagen que no se corresponde con nuestro verdadero yo supone un esfuerzo agotador, que hacemos, además, porque nos creemos obligados a ello. 

Si a este sacrificio involuntario le sumamos la frustración de lograr, en ocasiones, resultados que no son los esperados, obtenemos el escenario idóneo para un secuestro emocional: fuera de todo control racional, haremos o diremos algo que probablemente después lamentaremos. La ira suele ser la gran protagonista, y de su mano ven la luz todos los argumentos que llevamos tanto tiempo callando, convertidos ya en dardos envenenados por obra y gracia del resentimiento largamente escondido.

Es curioso que siempre nos miramos en un espejo deformado: la imagen que nos devuelve es, juzgamos, la de un ser muy alejado de la perfección, poco digno de ser amado por lo que es. A nadie le va a gustar ese personaje, así que mejor esconderlo: a él, a sus opiniones y a sus necesidades. Y si nosotros no le damos ni una pequeña oportunidad, ¿cómo podemos guardar rencor a los demás porque tampoco se la dan? Ellos no sospechan siquiera la existencia de otro ser distinto bajo nuestra máscara complaciente, nada saben de lo que realmente piensa, siente o precisa.

Más vale que dejemos de engañarnos: no podemos leer el pensamiento de los demás. No podemos saber lo que los demás van a pensar sobre nuestro verdadero yo antes incluso de que lo conozcan. Así que, mirándolo desde este punto de vista, el único que rechaza a tu propio yo eres tú mismo. ¿Y si le damos la oportunidad de surgir y mostrarse en su plenitud? ¿Y si dejamos que los demás lo descubran y lo disfruten? Todos hemos nacido para brillar, y, como dice Suyuan Woo en “El club de la buena estrella”, cada uno de nosotros tiene un estilo que nadie puede enseñar, hay que nacer con él.

sábado, 28 de enero de 2012

UN VIENTO SALVAJE


Algunas personas tienen miedo a volar: la sola idea de subirse a un avión les provoca un sudor frío  y una angustia difíciles de comprender para el que  se embarca, en cambio, sereno ante la perspectiva de un viaje. Como dice la canción, mata más gente el tabaco que los aviones, pero probablemente los que sufren esta fobia no lo suelen tener en cuenta.

¿Cuál es el miedo de fondo? Puede que sea el eterno miedo a morir, el miedo  a descubrir esa otra dimensión, temida justamente por desconocida. Al reflexionar sobre ello, siempre me ronda la misma pregunta: ¿y qué pasa si yo muero? Pues, honestamente, no gran cosa. Muchos otros han vivido y han muerto antes que yo, y el universo ha seguido su curso. Por lo tanto, si resulta que la tierra seguirá girando cuando yo ya no gire con ella, ¿a qué temo realmente?

Quizás es el miedo a sufrir antes de llegar al final, pero sospecho que lo que nos aterra es morir demasiado pronto, cuando aún nos queden muchas cosas por hacer. Y, si se trata de eso, ¿a qué estamos esperando para hacer lo que nuestro ser nos reclama? ¿Qué conjunción específica de planetas debe tener lugar para que yo me lance, al fin, a vivir la vida que realmente anhelo? Si dejamos de lado todo aquello que, creemos, el mundo espera de nosotros, la respuesta es muy simple: el momento de vivir es ahora, en realidad no existe ningún otro momento. El pasado ya no tiene arreglo, y el futuro está hoy en construcción. Visto así, parece que tenemos dos opciones claras: podemos seguir ignorándonos, guardando nuestras esperanzas y nuestras ilusiones para otro día, con el evidente peligro de que ese día no llegue y el repaso de nuestra vida nos deje un amargo sabor, o bien podemos tomar esas esperanzas e ilusiones y enarbolarlas con fuerza, dejando que nos guíen por el camino correcto para nosotros.

El miedo a vivir sólo se supera viviendo, y el más valiente no es el que no tiene miedo, sino el que, aun teniéndolo, sigue adelante. Es un riesgo, sí, y seguramente va a suponer adentrarnos en las arenas movedizas de lo desconocido, pero ahora mismo hay otra pregunta que asalta mi corazón como un salvaje viento que no cesa: ¿y qué pasa si yo vivo? Lo voy a descubrir.