En nuestra cultura, la humildad, entendida como la antítesis de la
vanidad, ha sido siempre un rasgo deseable en las personas, y, su falta, un motivo de
crítica más que justificado. Según la RAE, se trata de una virtud: la que consiste en conocer
las propias limitaciones y debilidades, y, una vez conocidas, obrar de
acuerdo a ellas. Casi suena como un primer paso en el camino del
autoconocimiento, si no fuera porque es un inicio sesgado, puesto que se centra sólo en lo que me falta o me
limita, y no considera lo que ya tengo o me ayuda a avanzar. Además, da por sentado que lo que me limita o
hace débil es algo rígido e inevitable, prescindiendo del hecho de que todos
podemos, si queremos, superar tales obstáculos por la vía de los nuevos
aprendizajes.
Según apuntan Christophe André y François Lelord en su
libro “La autoestima”, se trata de una virtud
religiosa, y nos remiten, para comprenderla, a los doce peldaños de la humildad según San Benito, que no tienen el
menor desperdicio: por citar algunos de ellos, “no amar la propia voluntad y no
complacerse en el cumplimiento de los propios deseos”, “no basta con decir que
se es inferior a todos y el más miserable, sino que también hay que creérselo
desde el fondo del corazón”, o el definitivo “no ser propenso ni estar
dispuesto a la risa”. Según André y Lelord, estas reglas estaban destinadas a la vida en el seno de una comunidad religiosa, pero han acabado
por impactar en la concepción occidental
de la autoestima. Y si crees que, por ser una virtud religiosa, no va
contigo, seguro que sí conoces bien a su
prima laica: la modestia.
Tanto si hablamos de humildad como si hablamos de
modestia, en cualquier caso nos estamos
refiriendo a la falta de engreimiento o
vanidad; es decir, que lo “correcto” es creerse inferior a todos, y lo
“incorrecto” es sentirse superior a los demás. Y, además, parece ser que sólo
podemos situarnos en un extremo o en el otro: o somos humildes, o somos vanidosos, blanco o negro, todo o nada. Y,
para colmo de males, resulta que, en el mundo de la empresa, a los humildes o
discretos se les cuelga a menudo la etiqueta de “perfil
bajo”, que, depende para quién, puede significar el fin de muchas
aspiraciones. Qué difícil acertar la estrategia, y, al mismo tiempo, sentirse
bien con uno mismo…
Desde mi punto de vista, y basándome tanto en mi
experiencia personal como en mi experiencia como coach, este pensamiento dicotómico humildad-vanidad
resulta una fuente clara de infelicidad
para las personas; cada uno lucha por conseguir sus propias metas, esforzándose,
arriesgándose, superándose, perdiendo algunas cosas por el camino, y, cuando
por fin lo consigue, no se siente con fuerzas para observar sus logros con satisfacción porque cree que está
siendo vanidoso, y eso no está bien.
Confundimos la necesidad de la autoestima
con el pecado de la soberbia, ignorando que no es lo mismo valorarse en la
justa medida que envanecerse, y obviando que el hecho de no honrar el fruto de
tu esfuerzo se acerca peligrosamente a la ingratitud, que, hasta donde yo sé, es
otro pecado; vale la pena tenerlo muy
claro para poder vivir en paz con uno mismo y con los demás.
¿Sabes lo qué ocurriría si, en lugar de vivir
angustiado por el qué dirán, por no sobresalir, por no molestar, por no ofender, vivieras sintiéndote a gusto
en tu propia piel, respetándote y respetando a los demás, aprendiendo cada día,
trabajando por lo que quieres y honrando lo que consigues? Pues que tendrías justamente la vida que deseas
tener, ésa que vale la pena vivir. Y ya me dirás si no te apetece.