miércoles, 15 de febrero de 2012

BAJO LA MÁSCARA

Quizás tú eres uno de los muchos aquejados de indigestión, hay que estar atento para no confundir los síntomas: una pesadez pétrea en el estómago y en el alma, una tenue pero persistente niebla en la cabeza, una sensación entre la rabia y la frustración, ganas nulas de volver a ingerir el elemento fatídico que te ha provocado ese terrible malestar, y, para rematar, la duda de si no tendrás que volver a comerlo más adelante por obligación.  ¿De qué estoy hablando? Estoy hablando de cada uno de los “no” que te has ido tragando, cual sapos venenosos, durante toda tu vida.

A ver si te resulta familiar: fuiste a ver aquella película cuyo solo título te provoca urticaria, has pasado tu tiempo libre en aquel lugar al que no te apetecía nada ir, te has ido de cena con aquella gente cuya compañía no deseabas, has vuelto a aceptar que te traten como juraste que nunca volverías a permitir. Tragando un “no” tras otro, has llegado al límite de la indigestión; es decir, te has puesto enfermo. Es el momento de hacer una pausa y reflexionar.

¿Por qué nos resulta tan difícil decir que no? Se trata de un motivo tan simple como fundamental: deseamos que nos quieran, que nos acepten, en realidad lo necesitamos. Este anhelo, que nos acompaña desde nuestro primer minuto de vida, nos conduce a veces por caminos de autodestrucción, siempre que intentamos lograrlo aun a riesgo de nuestra propia integridad física y espiritual. Porque, como bien dice Leonardo Wolk, quien traga sapos puede acabar vomitando dragones: intentar mantener una imagen que no se corresponde con nuestro verdadero yo supone un esfuerzo agotador, que hacemos, además, porque nos creemos obligados a ello. 

Si a este sacrificio involuntario le sumamos la frustración de lograr, en ocasiones, resultados que no son los esperados, obtenemos el escenario idóneo para un secuestro emocional: fuera de todo control racional, haremos o diremos algo que probablemente después lamentaremos. La ira suele ser la gran protagonista, y de su mano ven la luz todos los argumentos que llevamos tanto tiempo callando, convertidos ya en dardos envenenados por obra y gracia del resentimiento largamente escondido.

Es curioso que siempre nos miramos en un espejo deformado: la imagen que nos devuelve es, juzgamos, la de un ser muy alejado de la perfección, poco digno de ser amado por lo que es. A nadie le va a gustar ese personaje, así que mejor esconderlo: a él, a sus opiniones y a sus necesidades. Y si nosotros no le damos ni una pequeña oportunidad, ¿cómo podemos guardar rencor a los demás porque tampoco se la dan? Ellos no sospechan siquiera la existencia de otro ser distinto bajo nuestra máscara complaciente, nada saben de lo que realmente piensa, siente o precisa.

Más vale que dejemos de engañarnos: no podemos leer el pensamiento de los demás. No podemos saber lo que los demás van a pensar sobre nuestro verdadero yo antes incluso de que lo conozcan. Así que, mirándolo desde este punto de vista, el único que rechaza a tu propio yo eres tú mismo. ¿Y si le damos la oportunidad de surgir y mostrarse en su plenitud? ¿Y si dejamos que los demás lo descubran y lo disfruten? Todos hemos nacido para brillar, y, como dice Suyuan Woo en “El club de la buena estrella”, cada uno de nosotros tiene un estilo que nadie puede enseñar, hay que nacer con él.