A ver si te resulta familiar:
fuiste a ver aquella película cuyo solo título te provoca urticaria, has pasado
tu tiempo libre en aquel lugar al que no te apetecía nada ir, te has ido de cena
con aquella gente cuya compañía no deseabas, has vuelto a aceptar que te traten
como juraste que nunca volverías a permitir. Tragando un “no” tras otro, has
llegado al límite de la indigestión; es decir, te has puesto enfermo. Es el
momento de hacer una pausa y reflexionar.
¿Por qué nos resulta tan difícil
decir que no? Se trata de un motivo tan simple como fundamental: deseamos que
nos quieran, que nos acepten, en realidad lo necesitamos. Este anhelo, que nos acompaña desde nuestro
primer minuto de vida, nos conduce a veces por caminos de autodestrucción, siempre
que intentamos lograrlo aun a riesgo de nuestra propia integridad física y
espiritual. Porque, como bien dice Leonardo Wolk, quien traga sapos puede
acabar vomitando dragones: intentar mantener una imagen que no se corresponde
con nuestro verdadero yo supone un esfuerzo agotador, que hacemos, además,
porque nos creemos obligados a ello.
Si a este sacrificio involuntario le
sumamos la frustración de lograr, en
ocasiones, resultados que no son los esperados, obtenemos el escenario idóneo
para un secuestro emocional: fuera de todo control racional, haremos o diremos
algo que probablemente después lamentaremos. La ira suele ser la gran protagonista, y de su mano ven la luz todos
los argumentos que llevamos tanto tiempo callando, convertidos ya en dardos envenenados
por obra y gracia del resentimiento largamente escondido.
Es curioso que siempre nos
miramos en un espejo deformado: la imagen que nos devuelve es, juzgamos, la de
un ser muy alejado de la perfección, poco digno de ser amado por lo que es. A
nadie le va a gustar ese personaje, así que mejor esconderlo: a él, a sus
opiniones y a sus necesidades. Y si nosotros no le damos ni una pequeña oportunidad, ¿cómo podemos
guardar rencor a los demás porque tampoco se la dan? Ellos no sospechan
siquiera la existencia de otro ser distinto bajo nuestra máscara complaciente, nada saben de lo que realmente piensa, siente
o precisa.
Más vale que dejemos de
engañarnos: no podemos leer el pensamiento de los demás. No podemos saber lo
que los demás van a pensar sobre nuestro verdadero yo antes incluso de que lo conozcan.
Así que, mirándolo desde este punto de vista, el único que rechaza a tu propio
yo eres tú mismo. ¿Y si le damos la oportunidad de surgir y mostrarse en su
plenitud? ¿Y si dejamos que los demás lo
descubran y lo disfruten? Todos hemos nacido para brillar, y, como dice Suyuan Woo en “El club de la buena estrella”,
cada uno de nosotros tiene un estilo que nadie puede enseñar, hay que nacer con
él.