La nuestra es una sociedad con el pie constantemente sobre el acelerador, apretándolo cada vez más
a menudo y cada vez más a fondo. Y hemos llegado a un punto en el que esta aceleración nos parece el estado normal de las personas y las
cosas. Lo confirmé el otro día, casualmente, esperando en la farmacia: una
simple espera de cinco minutos de reloj provocó múltiples gestos de
impaciencia, dedos tamborileando sobre el mostrador, muchas caras de
incredulidad y enojo, e incluso un par de abandonos.
Y yo me pregunto: ¿a
dónde vamos tan deprisa? Vislumbro que, desafortunadamente, a ninguna parte: en ocasiones me
imagino al hombre actual corriendo como un hámster
en la rueda de su jaula, a tope y sin aliento, para acabar quedándose en el
mismo sitio. Y, para colmo, con la vana
ilusión de haber logrado algo sumamente importante, de haber dado la talla
en alguna rocambolesca carrera hacia quién sabe dónde. En realidad, agotamos toda nuestra energía en esta
alocada competición con destino incierto, sin
disfrutar ni un ápice del trayecto. Y éste no es un trayecto cualquiera, éste
es EL trayecto, único e irrepetible, y se trata de nuestra vida.
Desde muy
pequeños, se
nos educa en la creencia de que tenemos ciertos deberes con los que debemos cumplir: lo que en la tierna infancia
se reduce a obedecer, comportarse y obtener buenas notas, con la edad se va
ampliando y complicando con la universidad, el trabajo, la casa, la pareja y
los hijos. Toda una retahíla de deberes, una sarta de obligaciones que nosotros, como niños buenos, nos tomamos muy en
serio, y con las que a veces hasta logramos cumplir. Una pregunta me ronda
incesante: ¿y dónde quedaron los
placeres? Porque parece que la vida tiene que ver, no sólo con el
sufrimiento, sino también con el disfrute.
Sin embargo, te invito a que eches un vistazo a la gente por la calle, en el
metro o haciendo cola en el súper, mira sus caras y verás que la palabra
“placer” no parece formar parte de sus vidas. Mírate tú al espejo con atención,
y quizás descubras que en la tuya tampoco.
¿Recuerdas cuándo fue la última vez que hiciste algo
por el puro placer de hacerlo, sin
esperar nada en concreto? Como cuando eras pequeño, y jugabas simplemente
porque te gustaba jugar. Para nada en especial, sólo porque sí. Seguramente ni
te acuerdas. O me dirás que no tienes
tiempo, porque tienes muchas cosas por hacer; ahora vives una vida de adulto responsable, en la que todo lo
que haces tiene un objetivo concreto, incluso hacer deporte o meditar. Todo está planificado y medido.
Todo esto estaría muy bien si no fuera porque, a
veces, mientras entras datos en una hoja de cálculo, sentado en la oficina, te
asalta la certeza de que lo que te apetecería hacer en ese momento es salir
corriendo sin rumbo fijo, llenar tus pulmones de aire, cantar hasta quedar
afónico, rodar por encima de la hierba fresca o de la cálida arena, bañarte
desnudo en el mar o reír hasta que te dolieran todos los huesos y acabaras
exhausto, pero inmensamente feliz. ¿Y qué te lo impide? ¿Que ya no tienes edad
para eso? ¿Que ibas a dar una mala imagen? ¿Que eso no es lo que se espera de ti? En
realidad, esas “locuras” son las que
a todos nos apetecería hacer; todo el mundo lo piensa, pero nadie lo dice, y
menos aún lo hace, exactamente por los mismos motivos que tú.
Y así vivimos
nuestras vidas, en pequeño, cumpliendo con todos los deberes y obviando casi todos los
placeres, acumulando tristeza y frustración por no poder hacer nunca lo que
realmente nos apetecería hacer, sufriendo
por no poder recuperar ese niño que aún vive en nuestro interior. Sin pensar
que, cuando lleguemos al final de este trayecto, durante ese último balance, nos
gustará sentir que nuestra vida ha tenido sentido, y no sólo por lo que hemos
hecho “bien”, sino por haber disfrutado de los pequeños placeres de la vida. Si ahora mismo no es eso lo que
sientes, te invito a que reflexiones sobre las sabias palabras de Eduard
Punset: en contra de lo que pueda parecer, hay
vida antes de la muerte. Deja de ignorarlo, y lánzate.