viernes, 30 de noviembre de 2012

EDUCANDO AUTÓMATAS


La niñez es lo más sagrado que hay: nacemos pequeños, inocentes, inquietos, y durante nuestros primeros años de vida lo observamos todo con curiosidad y asombro, experimentamos, creamos, inventamos y, jugando, aprendemos todo aquello que va a conformar al futuro adulto que subyace en nosotros. Aprendemos porque obtenemos placer en ello, y, aún más, porque para el ser humano no es posible no aprender.

Hasta que, el día que menos te lo esperas, te llevan a un lugar llamado “escuela”.  Ahí empieza tu proceso de “educación”. ¿Qué significa educar? Muchos autores han emitido su opinión al respecto, yo me quedo con la de Pitágoras: “Educar no es dar carrera para vivir, sino templar el alma para las dificultades de la vida”. Una lástima que nuestro actual sistema de educación occidental, heredero directo de la tradición prusiana de finales del siglo XVIII, y adaptado a las necesidades de la revolución industrial, haga oídos sordos a las palabras de Pitágoras.

Todos nos hemos visto obligados a pasar por ese sistema, y sabemos bien cómo funciona: reunimos en un aula a un cierto número de personas de la misma corta edad (aunque de muy diferentes orígenes, intereses e inquietudes), y nos dedicamos a “adiestrarlas”, como dice el doctor Carlos Wernicke. Se trata, sobre todo, de que aprendan a permanecer sentadas, quietas y en silencio, que aprendan a callar y a obedecer. Posteriormente, les vamos introduciendo un temario único, obligatorio, y decidido por nuestros gobernantes, que no sabemos si les interesa o no, pero da igual, porque lo “tienen que” aprender. Y, para asegurarnos de que lo aprendan, les aplicamos un sistema de evaluación denominado “exámenes”, que nos acaba por relacionar a cada persona con un número (o una letra, o una carita alegre o una carita triste), en función del cual decidimos si esa persona es válida o no para la universidad, para el mercado laboral, para el mundo. Y, a los considerados como “no válidos”, por si no hubiera suficiente desgracia con haber logrado tal etiqueta, les vamos a colgar unas cuantas más, como “inadaptado”, “rebelde”, “gamberro”, “vago” o “problemático”.

En resumen, que, en aras de la supuesta educación, lo que hacemos es no escuchar a los niños, no tener en cuenta ni sus inquietudes, ni sus opiniones, ni sus emociones, convertirlos en personas dóciles de fácil manejo, matando aquello que los hace únicos e insustituibles, tratarlos como autómatas, sin amor y desde la obligación, y aún nos molesta que se aburran y se sientan desmotivados. Conviene no olvidar que esos niños se convertirán algún día en adultos, como bien escribía Krishnamurti:  “La verdadera educación debe ayudar al alumno a descubrir cuáles son sus auténticos intereses. Si el niño no descubre su verdadera vocación, su vida entera le parecerá un fracaso; se sentirá frustrado haciendo lo que no quiere hacer. Si quiere ser artista y, en vez de eso, acaba trabajando de escribiente en una oficina, se pasará la vida quejándose y padeciendo. Así pues, es muy importante que cada uno averigüe lo que quiere hacer, y que luego vea si vale la pena hacerlo”. Es decir, que el prototipo de adulto desmotivado, que ha perdido la pasión por la vida, que se siente resentido y perdido,  no surge de la nada. Es el fruto de lo que sembramos en su infancia. Como dijo Isabel Allende, en muchos casos, la infancia feliz es un mito.

¿Y cabe buscar culpables? Como casi siempre en la vida, no hay culpables, sólo responsables. Y no me estoy refiriendo sólo a padres o educadores, que, al final,  son hijos del mismo sistema, y que hacen lo que buenamente pueden. En realidad, todos somos responsables de que la educación siga siendo como es, todos excepto los niños. Y lo que tiene de excelente aceptar la propia responsabilidad es que pone también en nuestras manos la capacidad de cambiar las cosas: sin ser ingenuos, seguro que podemos diseñar un nuevo sistema educativo que sí escuche, que sí atienda, que sí valore la diferencia, que sí respete el ser; todo es cuestión de voluntad. Aunque seguramente no será tan cómodo como el actual, sí que supondrá tratar a los niños desde el amor y el compromiso, y eso será garantía de unos futuros adultos con calidad de vida y dispuestos a aportar mejoras a la comunidad. Tal y como dijo Bob Talbert, enseñar a los niños a contar es bueno, pero enseñarles lo que realmente cuenta es mejor. ¿Te apuntas a esta revolución?

¿Crees que es una utopía? http://youtu.be/9iyI9GFfFWU  
Ya se está haciendo: http://www.educacionprohibida.com/


2 comentarios:

  1. Gracias Maika por dedicar un momento de tu vida a una reflexión tan importante. Recuerdo mucho el origen etimológico de la palabra. Educar que viene de exducere: sacar de dentro que puede relacionarse con : lo mejor del ser humano, sus talentos particulares, las habilidades científicas manifiestas en su curiosidad natural y permanente, los mejores sentimientos, los valores para vivir bien y para contribuir al mejoramiento y cuidado de su entorno.

    Me encanta la educación y por eso, me apunto a la revolución porque creo profundamente que todo acto que se siempre en los estudiantes debe llevarlos a la convicción y no a acciones infundadas en el temor o cualquier otra cosa falsa de las que se impone en el sistema educativo actual.

    Mil gracias,

    Ángela Ma

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    1. Muchísimas gracias por tu comentario, Ángela María: me encanta saber que hay personas como tú, comprometidas con los niños y su futuro, y tus palabras me animan aún más a iniciar esta revolución de la educación en mi ámbito de influencia más cercano. ¿Quién sabe a dónde podremos llegar? Lo voy a comprobar. Gracias, y un abrazo! Maika.

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