La niñez es lo más sagrado que hay: nacemos pequeños, inocentes, inquietos,
y durante nuestros primeros años de vida lo observamos todo con curiosidad y
asombro, experimentamos, creamos, inventamos y, jugando, aprendemos todo
aquello que va a conformar al futuro adulto que subyace en nosotros. Aprendemos porque obtenemos placer en ello,
y, aún más, porque para el ser humano no es posible no aprender.
Hasta que, el día que menos te lo esperas, te llevan a
un lugar llamado “escuela”. Ahí empieza
tu proceso de “educación”. ¿Qué
significa educar? Muchos autores han emitido su opinión al respecto, yo me
quedo con la de Pitágoras: “Educar no es dar carrera para vivir, sino templar el alma para las dificultades de la
vida”. Una lástima que nuestro actual sistema de educación occidental,
heredero directo de la tradición prusiana de finales del siglo XVIII, y
adaptado a las necesidades de la revolución industrial, haga oídos sordos a las
palabras de Pitágoras.
Todos nos hemos visto obligados a pasar por ese sistema,
y sabemos bien cómo funciona: reunimos en un aula a un cierto número de
personas de la misma corta edad (aunque de muy diferentes orígenes, intereses e
inquietudes), y nos dedicamos a “adiestrarlas”,
como dice el doctor Carlos Wernicke. Se trata, sobre todo, de que aprendan a
permanecer sentadas, quietas y en silencio, que aprendan a callar y a obedecer. Posteriormente, les vamos introduciendo
un temario único, obligatorio, y decidido por nuestros gobernantes, que no sabemos si les interesa o no, pero da
igual, porque lo “tienen que” aprender. Y, para asegurarnos de que lo
aprendan, les aplicamos un sistema de evaluación denominado “exámenes”, que nos
acaba por relacionar a cada persona con un número (o una letra, o una carita
alegre o una carita triste), en función del cual decidimos si esa persona es
válida o no para la universidad, para el mercado laboral, para el mundo. Y, a los considerados como “no válidos”, por si
no hubiera suficiente desgracia con haber logrado tal etiqueta, les vamos a
colgar unas cuantas más, como “inadaptado”, “rebelde”, “gamberro”, “vago” o “problemático”.
En resumen, que, en aras de la supuesta educación, lo que hacemos es no escuchar a los niños,
no tener en cuenta ni sus inquietudes, ni sus opiniones, ni sus emociones, convertirlos
en personas dóciles de fácil manejo, matando aquello que los hace únicos e
insustituibles, tratarlos como
autómatas, sin amor y desde la obligación, y aún nos molesta que se aburran
y se sientan desmotivados. Conviene no olvidar que esos niños se convertirán algún día en adultos, como bien escribía
Krishnamurti: “La verdadera educación
debe ayudar al alumno a descubrir cuáles son sus auténticos intereses. Si el niño no descubre su verdadera
vocación, su vida entera le parecerá un fracaso; se sentirá frustrado
haciendo lo que no quiere hacer. Si quiere ser artista y, en vez de eso, acaba
trabajando de escribiente en una oficina, se pasará la vida quejándose y
padeciendo. Así pues, es muy importante que cada uno averigüe lo que quiere
hacer, y que luego vea si vale la pena hacerlo”. Es decir, que el prototipo de adulto desmotivado, que
ha perdido la pasión por la vida, que se siente resentido y perdido, no surge de la nada. Es el fruto de lo que sembramos en su infancia. Como dijo Isabel
Allende, en muchos casos, la infancia feliz es un mito.
¿Y cabe buscar culpables? Como casi siempre en la
vida, no hay culpables, sólo
responsables. Y no me estoy refiriendo sólo a padres o educadores, que, al
final, son hijos del mismo sistema, y
que hacen lo que buenamente pueden. En realidad, todos somos responsables de que la educación siga siendo como es,
todos excepto los niños. Y lo que tiene de excelente aceptar la propia responsabilidad
es que pone también en nuestras manos la capacidad
de cambiar las cosas: sin ser ingenuos, seguro que podemos diseñar un nuevo
sistema educativo que sí escuche, que sí atienda, que sí valore la diferencia,
que sí respete el ser; todo es cuestión
de voluntad. Aunque seguramente no será tan cómodo como el actual, sí que supondrá
tratar a los niños desde el amor y el
compromiso, y eso será garantía de
unos futuros adultos con calidad de vida y dispuestos a aportar mejoras a
la comunidad. Tal y como dijo Bob Talbert, enseñar a los niños a contar es
bueno, pero enseñarles lo que realmente cuenta es mejor. ¿Te apuntas a esta revolución?
¿Crees que es una utopía? http://youtu.be/9iyI9GFfFWU
Ya se está haciendo: http://www.educacionprohibida.com/
Gracias Maika por dedicar un momento de tu vida a una reflexión tan importante. Recuerdo mucho el origen etimológico de la palabra. Educar que viene de exducere: sacar de dentro que puede relacionarse con : lo mejor del ser humano, sus talentos particulares, las habilidades científicas manifiestas en su curiosidad natural y permanente, los mejores sentimientos, los valores para vivir bien y para contribuir al mejoramiento y cuidado de su entorno.
ResponderEliminarMe encanta la educación y por eso, me apunto a la revolución porque creo profundamente que todo acto que se siempre en los estudiantes debe llevarlos a la convicción y no a acciones infundadas en el temor o cualquier otra cosa falsa de las que se impone en el sistema educativo actual.
Mil gracias,
Ángela Ma
Muchísimas gracias por tu comentario, Ángela María: me encanta saber que hay personas como tú, comprometidas con los niños y su futuro, y tus palabras me animan aún más a iniciar esta revolución de la educación en mi ámbito de influencia más cercano. ¿Quién sabe a dónde podremos llegar? Lo voy a comprobar. Gracias, y un abrazo! Maika.
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