La vida de hoy
se mueve a un ritmo frenético, y no se trata sólo de una sospecha, basta con echar un
vistazo alrededor para confirmarlo: en
la calle y en la vida todo son prisas, el mundo nunca duerme y parar no está
permitido. Y los seres humanos parecemos no tener más remedio que adaptarnos a esta especie de fast life, que nos aboca, a menudo, al
infierno del estrés.
Y yo me pregunto, ¿seguro que es así? ¿Seguro que, en toda esta azarosa
historia, el nuestro es el papel de víctimas? Algunos indicios invitan, por
lo menos, a la duda: incluso aceptando que durante nuestro horario laboral
debamos seguir obligatoriamente este ritmo vertiginoso, ¿cómo es que, cuando
salgo del trabajo, en lugar de aprovechar para desconectar y parar, sigo
corriendo para llegar a una clase, a una cita, al supermercado y al cine? ¿Y,
entonces, cuál es la excusa para seguir el mismo ritmo endiablado durante el
fin de semana y las vacaciones? La cuestión
es encontrar siempre algo que hacer a continuación, hasta llegar, exhaustos, a
la hora de perder la conciencia en brazos del sueño. Es una rutina que un
día pusimos en marcha, y que ahora no sabemos o no queremos parar. ¿Y cuál es el por qué todo este overbooking
de tareas?
“La gente no sabe estar quieta”, Blaise Pascal.
Aunque quizás la pregunta más correcta sea otra: ¿cuál es el para qué? Mihaly
Csikszentmihalyi, autor del recomendable libro “Fluir”, lo tiene muy claro: para evadirnos de nuestros dolores, reales
o imaginarios, de nuestros rencores, de nuestras frustraciones. Según
Csikszentmihalyi, las personas no somos capaces de enfocar nuestros
pensamientos más que unos pocos minutos. Tenemos
muy poco control sobre nuestra mente, aunque no llegamos a notarlo porque
adquirimos una serie de rutinas que canalizan nuestra energía psíquica. Vamos
saltando de un “deber” a otro de la mañana a la noche, como si del juego de la
oca se tratara, con el piloto automático
en marcha desde que nos levantamos hasta que el sueño nos sumerge en la inconsciencia.
Pero, ¿qué ocurre cuando estamos en soledad y no tenemos nada concreto que hacer? Pues que nuestra mente se
relaja, y resulta que tiene la extraña y desafortunada costumbre de quedarse
enganchada en pensamientos dolorosos o perturbadores: son esos momentos en los
que llegas a vislumbrar que tu trabajo hace tiempo que no te llena, que te
preocupa el futuro de tus hijos, que la relación con tu pareja ya no funciona,
o que tu vida no se parece en nada a lo que siempre habías pensado que querías.
Así no es de extrañar que los seres humanos estemos dispuestos a llenar
nuestras mentes con cualquier estímulo externo mientras eso nos evite la
“tentación” de mirar hacia el interior y fijarnos en las emociones negativas. Este tipo de emociones, desagradables,
desconcertantes, son sin embargo el
síntoma más claro de que algo no va bien, el síntoma más claro de que tu
vida está necesitando un cambio de
manera urgente. Pero el cambio nos aterroriza,
así que lo más probable es que acabes poniendo la tele o sumergiéndote en tu
móvil para dejar de pensar más “tonterías”, y para que las aguas vuelvan a su
cauce, quizás no satisfactorio, pero sí cómodo y conocido. Por lo menos, hasta
la próxima vez que bajes la guardia…
“Las personas están mal y sufren en parte porque no
saben que sufren”, Claudio Naranjo.
Si te resulta familiar algo de lo anterior, es posible
que te estés preguntado qué puedes hacer
al respecto. El problema radica principalmente en la creencia limitante de que los cambios son desgracias a evitar, y
nuestro conservador refranero se encarga de recordárnoslo: más vale lo malo
conocido que lo bueno por conocer. ¿Y por qué razón debería quedarme con esto,
si no es positivo para mí? ¿Y si resulta que puedo encontrar otra cosa que sí
me satisfaga, o que me satisfaga más? El simple hecho de cambiar la palabra “problema” por la palabra “desafío” ya es un
gran avance: tomar cada desafío, no como algo que debe reprimirse o evitarse,
sino como una oportunidad para aprender
y para mejorar las propias habilidades. También se requiere una sólida base de confianza: confiar en que, ocurra lo
que ocurra, tú tienes los recursos
necesarios para sobrevivir y seguir adelante, o tienes capacidad suficiente para adquirirlos. Y, por supuesto, necesitas sentir que te lo mereces: mereces un
trabajo mejor, unas relaciones personales más satisfactorias o una vida
emocional más intensa o equilibrada. Hacer las cosas sin pasión es vivir sin resonar, sentir que no estás aprovechando tu
vida. Si decides plantar cara a tus problemas, y trabajas estos elementos, es
más que probable que tu vida esté a punto de cambiar, y, sí, esta vez para
bien.
“Para obtener la libertad, primero hay que ser capaz de liberarse”, Alejandro Jodorowsky.
Sin duda, una
vida que valga la pena vivir requiere de la valentía de la consciencia y la
responsabilidad. Oscar Wilde escribió que, para la mayoría de nosotros, la verdadera
vida es la vida que no llevamos. Pero eso puede cambiar, tú lo puedes hacer
cambiar. ¿Te atreves a despertar y a
brillar en todo tu esplendor? Ojalá que sí.
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